Escritura y procesos creativos
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¿Es posible determinar la génesis de la escritura y procesos creativos asociados a ella? La respuesta corta es que no lo sé. Que es un misterio. La poética más importante para un creador es aquella que da sentido a su experiencia ante el mundo pues ésta, a su vez, da sentido a su obra. Derivado de ello, no me parece exagerado decir que la poética que enarbolo surge de ese sentimiento general de dislocamiento y desapego comúnmente asociados al outsider.
En 1978, antes de recibir el Premio Nobel de Literatura, el escritor Isaac Bashevis Singer mencionó que En la historia de la vieja literatura judía nunca hubo una diferencia básica entre el poeta y el profeta. Nuestra poesía más antigua frecuentemente se convirtió en ley e impuso un modo de vivir.
Bashevis creía que la lengua en la que escribía, el yidish, no era una lengua muerta y que, cuando llegara el día de la resurrección, todos los renacidos querrían leer en su lengua. Y ahí estarían sus libros para dar testimonio de una cultura mermada por los grandes crímenes de la Segunda Guerra Mundial.
Al margen de las poderosas imágenes que eso puede evocarnos, me asusta un poco la primera parte de esa afirmación que funde al poeta y al profeta en una misma figura que ostenta un involuntario poder sobre el futuro. Porque la poesía y, de forma extensiva, la literatura, ha profetizado sobre el porvenir de la humanidad y la civilización. Y, en menor medida, pero no menos trágica en su pequeñez, ha profetizado sobre el destino individual: ese que es valioso porque es fugaz.
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Me doy cuenta de ello y un terror incontrolable se apodera de mí cada vez que escribo. Se trata de un rastro de soledad: ésa que se instala cuando te alejas sistemáticamente de tus conocidos, de tus amigos, hasta de tus familiares, decepcionado, herido, humillado, o simplemente lleno de tedio. Y dispuesto a emprender el proceso creativo mediante la escritura.
Durante el tiempo que escribí las novelas, los cuentos, los poemas, fui cortando los hilos que ataban a los personajes con su tierra natal, con su gente, hebra por hebra, sin darme cuenta de que, involuntariamente, había hecho lo mismo con mi propia vida, dejando sólo a mi esposa, a un puñado de familiares, a un puñado de amigos, en ese espejo de papel que profetizaba un estado posterior de mi vida entonces, un estado ahora presente. Ese rastro de soledad puede ser también una poética y dar paso a una de las tantas configuraciones posibles del proceso creativo.
Debo aclarar que esa condición de outsider, esa dificultad asumida de pertenencia no es, ni puede ser, absoluta. La configuración de la identidad personal suele ser acumulación reflexiva de lo que acontece frente a nosotros; el escritor, en tanto persona, no puede ser ajeno a ese intercambio social.
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El cine y la televisión pasaron a sustituir en las últimas décadas el papel que antaño cumplía la literatura. El papel de la creación de los mitos colectivos. ¿Y qué ha hecho la literatura? Bueno, no se ha quedado quieta, ha hecho un montón de cosas. Yo quiero destacar dos: la primera, especializarse a nivel lingüístico, consagrarse como arte, presentar obras que se pretenden cada vez más indispensables. La segunda: mimetizarse. Esto me parece más interesante y no necesariamente peleado con lo otro.
Con el paso de los años los libros, cada vez cada vez más cinematográficos, han tomado por asalto el séptimo arte y la televisión. Cada vez más, los escritores se suman a esa cultura visual, dependen ella, desde películas y series hasta otras más modestas como las sesiones de spoken word, teatro y lectura musicalizada. Seres que pasan del cuento y la novela al guion, el eslogan, la consultoría y el diseño de apps. Y como consecuencia de ello se ha vuelto cada vez más habitual la práctica de la referencialidad y la metarreferencialidad.
Las últimas generaciones han optado, en esta segunda vía, por incorporar la cultura pop a las letras, para hacerlas más amigables, para ganar más público, pero también para enriquecer los temas clásicos. El problema es que esa referencialidad es también una especie de virus incontrolable que por sí mismo no da valor a una obra; muchos autores abusan de ella, sin tomar en cuenta que sólo añaden ingredientes perecederos a un producto que en realidad debería de añejarse.
Una buena referencia es un riesgo calculado, pero es también un diálogo con la tradición; el hecho de que muchos autores hayan optado por establecer este diálogo sólo nos dice que, por más que intentemos calzar el mundo a nuestra conveniencia y a nuestros valores, tenemos la necesidad de charlar con el pasado para enriquecer lo que somos.
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Asistimos a un fenómeno curioso de la creación y la narración actual. Con un poco de interés en el tema es posible hoy, gracias a las redes, a Youtube y a los blogs de escritura, contemplar un boom en el interés por analizar y apropiarse las narrativas, los arcos dramáticos y los desarrollos de personajes.
Tomo como ejemplo dos fenómenos ya no tan recientes: por un lado, las narrativas enarboladas en torno al Universo Cinematográfico de Marvel, que ha dado origen a miles de personas que lanzan hipótesis sobre desarrollos y elipsis narrativas en la larga saga que constituyen sus películas.
El otro fenómeno que llama mi atención es la furia desatada por los fans ante el final de Game of Thrones. Los fans más acérrimos, incluso aquellos que no se considerarían a sí mismos creadores, argumentaban con mayores o menores herramientas teóricas las “malas” decisiones de los guionistas. Lanzaron peticiones por internet para rehacer la última temporada; o para reescribir Los últimos jedi; o para que Robert Pattinson no interpretara a Batman. Y hasta se salieron con la suya al lograr el objetivo del famoso #ReleaseTheSnyderCut.
Leonid Pasternak – La pasión de la creación
Los fanáticos insoportables han existido en todas las épocas. Pero no me llama tanto la atención su furia, su prepotencia o su inconformidad como sí lo hace el hecho de que los procesos de creación y desarrollo narrativo hayan arraigado tan profundamente en ellos: lectores y espectadores de esta época, que parecen más dispuestos a corregir, enmendar y convertir en utopías los mundos ficticios con más pasión, lógica y energía que la que podrían dedicar a corregir los problemas del mundo en el que viven.
Finalmente, la creación de personajes ha calado en la realidad con nuestros perfiles de Instagram, historias y videos de Tik-Tok. La actualidad nos ha convertido en storytellers expertos. ¿Por qué no habríamos de creer que podemos dictar el rumbo narrativo de los libros, las series o los videojuegos que consumimos?
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El escritor Javier Avilés dice que “la falacia del sistema capitalista, que también puede ser extendida a toda la narrativa, es un sistema cuyo último sentido es mantenerse a sí mismo al precio que sea despreciando al individuo. Dentro de esa tesitura, nuestra posición como personas es ambigua: Por una parte detestamos ese sistema y por otra no imaginamos una vida en otro sistema […] Sabemos que el cambio a otro sistema más justo para los individuos sería doloroso y catastrófico”, mientras que la ficción no lo es.
El capitalismo ha operado en la sociedad cambios de percepción de la realidad. El pensamiento posmoderno aporta algunas claves para comprenderlo. Para David Harvey, por ejemplo, el triunfo de la estética sobre la ética como sistema de valor dominante ha jugado un papel importantísimo en la percepción actual del empobrecimiento y la decadencia social, económica y cultural. Horkheimer y Adorno distinguen que “el desprecio del fanatismo, de la holgazanería y de la pobreza (espiritual y material), conduce una línea de comportamientos que […] es al mismo tiempo la línea de la destrucción y de la civilización”.
Para ellos, son los trabajadores quienes alimentan a los dirigentes de la economía, y aun así su situación como individuos se vuelve precaria. Herbert Marcuse distingue que las libertades y las gratificaciones actuales están ligadas a requerimientos de la dominación, de la cual llegan a ser instrumentos. El problema de la postmodernidad es a la vez estético y político y está ligado por completo al capitalismo tardío, así como a la fragmentación y el descentramiento del individuo.
A lo que deseo llegar es a lo que ya he mencionado en otros espacios: que, a su manera, el mundo actual es uno donde la representación ha usurpado a la realidad.
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Josefina Ludmer dice que podemos considerar que la realidad cotidiana no es ahora una realidad histórica referencial, sino una realidad verosímil producida por los medios, las tecnologías y las ciencias. El sistema de información opera de tal manera que las pantallas de televisión, de cine, de computadora crean no sólo recuerdos falsos, sino inexistentes, evocaciones de un usuario receptor que echa un vistazo inerte a los problemas que le rodean y luego los olvida, acentuando que la observación de lo real a través de la propia percepción convierte a lo real en ficción.
Pero los creadores de la actualidad tratan de sacudirse ya todas esas ideas, concentrarse en los universo emocionales o simbólicos de sus personajes mientras cuentan historias sencillas y lineales, ¿Para qué más?
Sin embargo, sería ingenuo creer que esta simplificación narrativa ejemplificada magistralmente en los relatos de Alice Munro, Joyce Carol Oates o Etgar Keret es la única vía de creación. Siempre habrá creadores que prefieran los intrincamientos, la sordidez, la desesperanza.
Las últimas franjas generacionales corresponden a autores desencantados que retoman los elementos del postmodernismo y la sociedad actual para presentar relatos en los que se cuestiona el amor romántico y heteronormado desde el hartazgo, la desideologización, la cosificación del sujeto, el exceso de información, la absorción de la cultura por el mercado, las narrativas de la violencia como crítica a la violencia real y a la anulación de ésta por la repetición mediática, así como el extremo individualismo.
Debajo de estos temas se trasluce un afán idealista de humanizar un mundo materializado. Mariano Leyva dice que los autores representativos de la generación X “se han dedicado a echar por tierra todos esos axiomas de civilización. O al menos atestiguan su caída. Los autores repudian con creces la existencia de cualquier tipo de dios o metafísica”.
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No nos compete por ahora definir si esta democratización contemporánea de las narraciones corporativas es valiosa o no en términos creativos o literarios. Pero como fenómeno social es bastante interesante.
Roland Barthes dice que no es posible realizar una diferenciación cabal de autor, narrador y lector; el autor es una parte del texto, nace con él y se diluye en él; el lector pasa a ser un centro del proceso si se considera que a él van dirigidos los textos. Esto es así también porque son los lectores quienes permiten que los textos posean lecturas e interpretaciones virtualmente infinitas; pero es en el texto donde confluye todo el funcionamiento del lenguaje literario, pues éste considera tanto al autor como al lector. Se trata de un diálogo, un tejido, una relación de estructuras que instaura múltiples sentidos a la vez que rehúsa los sentidos únicos.
La idea es bastante sencilla: el acto literario que se compone de escribir y leer, o escuchar: une tiempos, espacios y pensamientos distintos de tal forma que lo externo se suspende. Vivimos la lectura, vivimos las emociones de los personajes y sufrimos lo que les acontece. La comunicación suele ser siempre un acto narrativo en el que participan todos sus implicados de tal manera que las personas se integran en un colectivo.
Greenblatt decía que la literatura no refleja pasivamente la Historia sino que interviene en ella desde el momento en que la representa. La imitación creativa de la realidad va acompañada de intercambios culturales colectivos que el lector se apropia. De modo que la literatura no se concibe como un ámbito separado de la práctica social.
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Recuerdo que Mario Bellatin afirmó que no sabía si hacía Literatura pero estaba seguro de hacer escritura. Menciono esto porque estoy de acuerdo: definir lo literario es el primer problema para quien escribe. Teóricos bastante serios consideran que la Literatura no existe, que el campo de lo literario viene dado más bien por aspectos contextuales y de legitimación, por la intención del autor y del lector que confluyen mediante la obra. La escritura traduce la realidad y los autores son como esas “antenas de la especie” que mencionaba Pound. Visto así, incluso las obras maestras pueden descomponerse en la suma de referencias del contexto en que fueron creadas; pero aceptar eso sería asumir que nada es literario y que los procesos creativos en la escritura no tienen sentido más allá del mero registro.
Las artes y otros medios creativos suelen atravesar disyuntivas similares. Es la resaca del postmodernismo. Sin embargo el escritor vuelca su ser en poemas y prosas. Al igual que el filósofo, el teólogo o el científico, no será el único profesional que desconoce la definición última de aquello a lo que dedica sus esfuerzos. Avanza a ciegas, tantea, experimenta; casi siempre falla.
Dicen que la escritura es una forma compleja de lectura y ésta se presenta en muchos formatos y soportes. Un relato se produce en esa vacilación que experimenta un personaje frente a un acontecimiento que genera un conflicto; y es necesario que el lector comparta ese conflicto y se integre con el mundo del personaje. De ahí la importancia de llevar con disciplina el proceso creativo tanto en el desarrollo del personaje como de la historia.
Síndrome de la página en blanco
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Por eso me parece que tengo suerte de ser lector antes que escritor. Mi padre tenía una enciclopedia Time Life que hojeé profusamente y destruí antes de saber leer. También tuve a mi alcance muchos textos durante la infancia. El proceso de comenzar a escribir fue más extraño, por una parte siempre me sorprendía la habilidad que tenía mi abuela Mercedes de narrar películas y procuré imitarla, por otra parte tuve un amigo cuya colección de G.I. Joe y Star Wars era tan vasta que nos dábamos el lujo de armar un campo de batalla, fortaleza o base militar en su patio y jugar durante horas, días, improvisando tramas. Cuando estaba solo hacía lo mismo con mis muñecos, contaba historias para mí mismo, largas como películas.
Cuando era adolescente tomé clases de guitarra y, con el segundo boom del rock mexicano, empecé a escribir canciones, esperando formar una banda. La realidad me contuvo de muchas maneras: por una parte nunca desarrollé una buena técnica; por otra, nunca conocí adolescentes que quisieran tocar (los conocí después, cuando ya no me interesaba). Luego descubrí Las flores del mal y todo deseo de ser músico se fue al diablo. Pasé años tratando de escribir literatura seria, culta, dura, llámenla como quieran, pero poseía pocas habilidades para ella. Luego descubrí la estética pulp y algo se transformó.
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De unos diez años a la fecha, mis intenciones literarias “serias” mutaron. Los relatos fantásticos, el thriller, el western, la ficción especulativa, el slipstream, la cultura pop y mucho de lo que ahora llaman neo pulp tomaron un papel central. Escribir a partir de subgéneros y sus fronteras implican para algunos una camisa de fuerza, arte menor. Para mí fue la oportunidad de acotar temas que de otro modo no podría: el doble, el tiempo o el espacio no funcionan del mismo modo en un relato psicológico que en uno fantástico.
Los géneros, maleables, permiten equilibrar personajes, tramado y contexto, a la vez que abordan legítimamente cuestiones que conectan con la sociedad, la moral, la maldad o la virtud. Son temas que mucha de la literatura seria ha dejado de lado por su aparente inocencia. Hoy requerimos conectar nuevamente con esas cuestiones sin cursilería, sin imágenes de Piolín ni videos motivacionales, pero también sin el distanciamiento cínico y cool de los escritores “serios”.
Dejé de escribir poemas porque nunca encontré esa “voz” particular que todo buen poeta posee. Pero esa debilidad constituye, creo, una fortaleza narrativa. Evito estacionarme en un estilo, más bien salto de aquí para allá procurando no sentirme cómodo demasiado tiempo. Lo único que mantengo en este peregrinaje es un interés genuino por la legibilidad del texto antes que la complejidad simbólica o lingüística. Buscar el diálogo con el lector antes que con el crítico. Esto me emparenta con esa camada reciente de autores que buscan conjugar la escritura de subgéneros con la literatura seria.
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Cuentos de bajo presupuesto y concretamente el corazón del libro, el cuento titulado Serie b, que se publica por entregas en la revista Juguete Rabioso, surgieron de la idea de escribir un cuento que fuera al mismo tiempo una película, pero no cualquier película, sino una mala, pésima. Un libro como ese presentaba el problema de que, para escribirlo, tenía que abandonar esa intensión romántica de “literatura culta”. Porque sólo así podría tratar esos temas “ridículos”: lecturas de cartas, sapos muertos, botargas, científicos locos, detectives y vaqueros.
Rabia | ikari siguió en un proceso similar. Los dos libros que he publicado y, por extensión, los que he escrito, retomaron todos esos elementos de los que les he hablado y que consideran al mismo tiempo, como una fuerza centrípeta, a la cultura popular, las inquietudes sociales y sistémicas (más allá de lo simplemente económico o político), así como a esa dicotomía entre la soledad y lo comunitario.
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El proceso creativo que sigo es generalmente interno, escribo poco; puedo pasar meses masticando una idea, contextualizándola, caracterizando a los personajes, orbitando las inconsistencias y, de pronto, escribo en una o dos semanas y, luego, paso otros largos periodos corrigiendo, editando y recontextualizando. Al final, lo importante de este proceso es soltar el texto, el texto casi maldito que me persiguió durante años. Dejar que se vuelva problema de quien lo lea. Yo tengo que seguir adelante. El proceso creativo en algún momento debe finalizar.
Creo que el escritor debe ser, hoy nuevamente, esa antena de la especie que comentaba Pound: un retransmisor de historias y oralidades dispersas, un denunciante de las injusticias, un inconforme en algún nivel, por sencillo que sea, de cualquier tipo de estatus, paradigmas o zonas de confort.
A veces imagino que no estoy en la periferia. Me veo conviviendo con mis iguales, entendiendo a mis colegas profesores, a mis familiares, a otros escritores, cumpliendo cabalmente con ese oficio que anhelo, pero luego entiendo que ésa es una vida que no me corresponde; porque para ser antena que comunica hay que conservar una distancia pertinente.
*Este texto deriva de un artículo publicado originalmente en el boletín Fondos Editoriales de los Estados no. 47, en noviembre de 2016, y de una conferencia inédita sobre el mismo tema, escritura y procesos creativos, que impartí en el Festival de la Imaginación y la Palabra Yoliztli de la Universidad La Salle Pachuca, en mayo de 2019.
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