[bigletter custom_class=»»]Quiso hacer tanto y tuvo tiempo de nada. No sabe exactamente dónde está, cree recordar su cuerpo siendo atraído hacia un auto, dejando el pavimento en cámara lenta y oyendo a lo lejos un golpe seco. Y de pronto, todo en negro: ni una imagen, ni un sonido, ni una sensación.[/bigletter]
Por la mañana sonó el despertador: siete veinte, como cada día; miró al techo y estuvo acostado, inmóvil, apenas parpadeando, pensando si hoy lograría odiar un poco menos su vida y no desear cambiar las decisiones que, supone, lo alejaron de la felicidad, sea lo que eso signifique.
Odio, felicidad. Repite una y otra vez ambas palabras que no le llevan más que a pensar en la incongruencia de su existencia en el mundo y dentro de sí. No ha tenido tiempo para arrepentirse, sólo para reprocharse –pues precisa más odio- y eso le basta para entretener a su cerebro hasta que los relojes marquen las nueve, hora exacta en que todas las mañanas, sin falta, esquiva torpemente el tránsito del monstruo de ciudad que le ha visto envejecer.
Encendió el primer cigarrillo a las ocho y comenzó la cuenta regresiva para encender el segundo, a las nueve más quince, justo después de poner su pulgar en el checador. Lleva días intentando matar cualquier pensamiento sobre alguien más que no sea él mismo; como un mantra, se repite que sólo le importa lo que le pasa a él, lo que piensa él, pero es más grande lo que gira veloz en su cabeza y le marea hasta casi hacerle vomitar. De ella, prefiere no hablar.
De a poco mi vida se comenzó a simplificar, piensa; ya no hay más sobresaltos, reclama; no más cambio de planes, se enfurece. Le han dicho que tiene una vida tranquila y que es afortunado por ello, pero él la mira insípida, opaca; algo en el caos le llenaba los ojos y aún recuerda la descarga diaria de adrenalina cuando era ludópata de medio tiempo.
Hace dos semanas, la buscó para advertirle de una pesadilla que tuvo en la que ella se lanzaba desde lo alto de un edificio y él no alcanzaba a detenerla. Truco barato de reconexión. No es que estuviesen especialmente cerca, lo suyo terminó cuatro meses atrás, pero no había reunido el valor para decirle que la piensa siempre y que desearía volver el tiempo para no apretar los botones que hicieron la bomba estallar. Así que se inventó el sueño; todos lo hacen, ¿cierto?
Muy a su estilo, eligió la peor manera de hacérselo saber: un mensaje de texto; no un whatsapp, no un mensaje directo en Instagram, mucho menos una llamada de teléfono, ¿quién llama por teléfono en estos tiempos? No tuvo respuesta, es más, ni siquiera supo si el mensaje llegó al destinatario. Sigue queriendo pensar que sí y que el “también te extraño” llenará la pantalla del móvil en cualquier momento.
¿Se arrepiente de haber sido tan cobarde? Por supuesto, ahora quisiera estar frente a ella y decirle tantas cosas… intenta imaginarla recostada a su lado; quiere hablar pero su boca no se mueve, la respiración se le detiene y de un salto está de pie, mirándose a sí mismo tirado bocabajo en el piso. El silencio desaparece, la visión se le vuelve clara, clarísima, tanto que puede ver cómo la sangre sale a borbotones de su nariz y comienza a hacer una laguna alrededor de su cara inexpresiva.
De pronto recuerda: caminaba rumbo a la fábrica y no se detuvo donde debía, estaba tan ocupado repasando aquél mensaje y odiando su existencia, que ignoró la señal de alto y un auto lo arrolló y lo lanzó por los aires.
Se pregunta, confundido, si esto es la muerte de la que tanto se habla, que llega cuando menos se espera; porque si lo es, para él no hay túnel, no hay luz, no hay túnicas blancas ni pozos de lava; no hay nadie alrededor suyo en esta nueva dimensión. Sólo el infierno de sí mismo para sí mismo: su propia compañía para toda la eternidad.
Ahora no puede sino pensar que esto es el colmo de su miserable existencia: morir solo, en la calle, con la boca repleta de hubieras, un mensaje que ella no respondió y una pregunta que nadie podrá contestarle: ¿esto es la muerte?
Afterlife
Arcade Fire