[bigletter custom_class=»»]Tengo tu nombre en mi mesa de noche, escrito y sin vida en media hoja de libreta a rayas, tipografía rancia en tinta azul; apenas se asoma entre los dobleces hechos a modo por unas manos que lo hicieron volar mil kilómetros, tus manos.[/bigletter]

No quise creer en la voz interna que me decía que ese te amo escrito al lado de tus cuatro iniciales sería el último correspondido; temí contárselo al espejo, sabía que me entregaría mil ecos de vuelta dándome la razón. En cambio, me así a la estela de calor que guiaba la línea recta que recorrimos en auto, antes del eclipse, acelerando de vuelta para no escuchar el aullar de los lobos que según la leyenda invade los pueblos esparcidos en medio del paraíso diurno donde tu padre nació, palabras que todos recitan de memoria, menos los foráneos como tú y como yo.

Del amanecer a la puesta del sol estaba dicho que sería el último viaje, uno sin despedidas ni lágrimas ni súplicas. Nadie pudo haber adivinado que después de ese día nada sería igual. Pero ni tú ni yo habríamos podido con tanta devoción, con tanto de todo.

Mientras era mi turno al volante alcancé a escuchar al desierto susurrando la melodía que hasta hoy me envuelve al despertar, como una premonición, una pista del futuro que espera su turno para suceder, un déjà vu salido del interespacio… o acaso una maldición.

Tres notas que se repiten una y otra vez, en un loop que traspasa el tiempo y la distancia, como cuentan las historias que sucede una o dos veces en la vida. Tres notas sobre las que podrían grabarse las letras que J.C. escribió sobre los puentes, como ese que tendimos de una costa a otra, tan opuestas que en una ventana del destino se unieron y resultaron en esto: el amor.

Amor forrado de cielo azul y caminos infinitos mojados por el sol con lluvia que se volvió escandaloso arcoíris y de pronto calló, al lado de nuestras cabezas cayó y nunca tocó el piso. Aún hoy intento recrearlo para adivinar dónde se rompieron sus colores, si acaso quedaron en gotas de vidrio a la orilla de la carretera que jamás volvimos a recorrer, si se fueron contigo y tu travesía transoceánica, si permanecen conmigo y se asoman en sueños de los que despierto jalando oxígeno como si fuera la primera vez porque en mis ojos quedan los flashazos de tus manos y tu tacto y tu mirada al amanecer.

“Viajemos sin miedo, de principio a fin, con el acelerador a fondo”. Con este mantra musicalizado por las mismas tres notas caminé hacia ti el primer día, y lo hice en sentido contrario el último día, mientras el estruendo de las turbinas me nublaba la mente y mis ojos detuvieron las lágrimas cuando en un eco escuché, pausado: “usa el amor como un puente”.

Yo ya no sé si te recuerdo. Pero sí recuerdo el amor y ese puente.

 

Sobre el autor /

Mujer, pachuqueña, escritora y correctora de estilo. Dibujo feo pero quiero bonito.

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