Uno de los libros que ha cambiado mi forma de mirar y comenzar a vivir las relaciones interpersonales es El arte de pedir, de Amanda Palmer. Antes de escuchar la música de esta compositora, cantante, pianista y madre estadounidense, empecé a seguirla en redes sociales, especialmente en Instagram, y me pareció encontrar a una mujer bonachona, profunda, auténtica y desenfadada, que además tiene una familia parecida a la mía: hay alguien que hace música, alguien que escribe y un niñito greñudo creciendo entre las agendas alocadas de las dos primeras personas: sus padres. Sin mencionar que ambas solemos andar sin maquillaje y nos dejamos crecer los pelos de los sobacos y las piernas cada tanto (ja, ja).

Una de sus reflexiones en Instagram, a propósito del confinamiento voluntario por COVID-19.

Amanda saltó a la fama mientras era vocalista y pianista de The dresden dolls, dúo que ella y su baterista catalogan como «cabaret punk Brechtiano». Después de abandonar a su disquera, en 2010 fue la primera mujer en lanzar una campaña de crowdfunding que batió récords al recaudar más de un millón de dólares con la ayuda de sus fans, para grabar su disco.

Esto le valió el aplauso de unos y la condena de otros. ¡¿Cómo se atrevió a pedirle dinero a sus fans?!, expresaban los últimos. En El arte de pedir, publicado en 2014 por Turner, explora el miedo a pedir, sus barreras, y descubre los aspectos emocionales, filosóficos y prácticos de esta acción cuya sola idea muchas veces nos paraliza y que a su vez nos impide recibir, disfrutar y conectarnos de verdad con las personas a nuestro alrededor.

Portada de El arte de pedir.

El libro comienza con un prólogo escrito por la socióloga Brené Brown (échenle un ojo a El poder de ser vulnerable ¡Buenísimo!), quien lo describe como «un libro sobre ganarse la confianza y acercarse lo máximo al amor, la vulnerabilidad y la conexión. Incómoda, peligrosa y hermosamente cerca». Después entra de lleno Amanda, comienza hablando de sus primeros pasos ganándose la vida como artista, cuando hacía de estatua viviente de dos metros en la calle, vestida de novia, y ofrecía una conexión visual profunda y una flor a los transeúntes.

Cuenta que, desde sus autos, muchas personas le gritaban ¡Búscate un trabajo! y cómo esto contribuyó a crearse su propia Policía Antifraude mental, esa que le increpaba ¿Cuándo vas a madurar, conseguir un trabajo de verdad y dejar de hacer el gilipollas por ahí? ¿Qué te hace pensar que mereces ganar dinero cantándole cancioncitas a la gente? Los artistas no sirven para nada, «Artista» no es una profesión.

Había algo más en el intercambio de una mirada, una flor y algunos dólares; se trataba de una cara pintada de blanco cuyo gesto interrogaba ¿Amor? Y un desconocido que pasaba por ahí  y responde Sí. Amor; se trataba de un Te veo y un Gracias. Nadie me ve nunca. La magia surgía cuando ambas personas se permitían encontrarse entre el dar y el recibir, permitiéndose ser miradas, ser vulnerables. Ese era el intercambio, siempre justo. Poco a poco, gracias a una intensa y seria relación con sus fans, la música de Amanda se convirtió en la flor que ella otorga hasta la fecha.

Pero confiar, pedir ayuda, remite a muchos hombres y mujeres a ideas falsas como No soy lo bastante, Soy débil. Entonces no se atreven a pedir porque resulta demasiado doloroso.

Vinieron más giras de conciertos fuera de Estados Unidos, acompañada de diversos artistas; las pernoctas en casa de fans, su matrimonio con el escritor Neil Gaiman y los adioses a esos mánagers que no comprendían que fuera posible conectar con la gente de forma auténtica, no promocional y no económica. Ante la pregunta ¿Cómo puedes confiar tanto en la gente? En El arte de pedir ella responde: «Porque es la única forma de que las cosas funcionen. Cuando aceptas ayuda que alguien te brinda, sea comida, un lugar donde dormir, dinero o amor, hay que confiar en esa ayuda. No se pueden aceptar las cosas a medias y entrar a en casa de alguien con las espaldas en alto. Cuando confías abierta y radicalmente en la gente, ellos no sólo cuidan de ti, sino que se convierten en tus aliados, en tu familia».

Hablando de las formas de mecenazgo implementadas por diversos artistas a través de la internet, Amanda descubre que a muchos artistas les cuesta gastar el dinero en cosas que no sean materiales para realizar la obra prometida, aunque igual les sirvan para procurarse bienestar que influiría de manera positiva en su proceso creativo. Aprovecha y habla del gran escritor Henry David Thoreu, quien durante la escritura de Walden volvía a la casa materna los fines de semana para disfrutar de unas buenas galletas, cuestión que no cuadra con el héroe popular, independiente, noble, vital y asilvestrado que la mayoría se ha creado en la mente.

¿Y que habría de malo en aceptar las galletas? Amanda habla de que no es el aceptar lo que resulta difícil, sino lo que van a pensar los demás. «Quizá volvemos al mismo tema: no pensamos que lo que hacemos tenga suficiente importancia como para merecer ayuda y amor», escribe.

Amanda escribe que cada día escogemos en innumerables ocasiones entre pedir algo o apartarnos de los demás. Que damos demasiadas vueltas a cosas tan sencillas como pedirle al vecino que alimente a nuestro gato. Incluso, que a veces preferimos separarnos de una pareja, apagar la luz, en lugar de preguntar si hay algún problema.

Pedir ayuda exige autenticidad y vulnerabilidad.

Los que piden sin miedo aprenden a decir dos cosas, con o sin palabras, a los que tienen por delante: «Tengo derecho a pedir» y «Puedes decir que no». Y es que la petición con condiciones no puede ser un regalo.

Les comparto la charla TED que Amanda dio en 2013 acerca de El arte de pedir:

Casi al final del libro, Amanda transcribe una escena de El conejo de terciopelo, de Margery Williams, que llevo grabado en la mente y dice así:

– ¿Qué es ser REAL? -preguntó el Conejo un día en que estaban los dos tumbados al lado de la chimenea del cuarto de jugar, antes de que la Nana empezara a recoger la habitación-. ¿Significa que tienes algo dentro que suena y que por fuera tienes un mango?

-Ser real no tiene que ver con cómo estás hecho -dijo el Caballo de Piel-. Es algo que te sucede. Cuando un niño te quiere durante mucho, mucho tiempo, y te quiere de verdad, no sólo para jugar, entonces te conviertes en REAL.

-¿Y eso duele? -preguntó el Conejo.

-Algunas veces -contestó el Caballo de Piel, que siempre decía la verdad -. Pero cuando uno se hace REAL, el dolor no importa.

-¿Y eso sucede de repente, como cuando te dan cuerda, o poco a poco? -preguntó.

-No sucede de repente -dijo el Caballo de Piel -. Te vas convirtiendo lentamente. Por eso no les suele pasar a los que se rompen con facilidad, a quienes tienen el borde muy afilado, o a los que hay que tratar con mucho cuidado. Generalmente, cuando te has hecho REAL, ya casi no tienes pelo, has perdido los ojos, tienes las articulaciones flojas y estás muy usado. Pero nada de eso tiene ya importancia porque cuando eres real no puedes ser feo, excepto para le gente que no comprende.

Gracias por leer una entrega más de Música entre letras.

 

 

 

Sobre el autor /

Escribo, crío un bebé y doy talleres literarios para niños, niñas y adolescentes.

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