La construcción del vacío en 42 kilómetros, de Yanira García
Las nubes son sólo meras invitadas.
Algo que pasa de largo y se dispersa.
Y sólo queda el cielo.
Haruki Murakami
Nombrar la carrera
Una de las cosas que me gusta de leer poesía y analizarla es la paulatina e inevitable aceptación de que el flujo racional del pensamiento se desvía hacia los costados, hacia las sendas laterales que rara vez se recorren, tanto al avanzar por cualquier camino, digamos real, como por los caminos del propio pensamiento. Escribir sobre poesía, en suma, con frecuencia me lleva a reflexionar sobre alguna realidad interna que hasta entonces no sabía que existía.
No sin cierta resignación cínica, he terminado por aceptar que algunas generaciones de escritores actuales optan por la narrativa o la poesía como si se tratara de caminos excluyentes. Claro, en cierto modo lo son, pero me preocupa que cada vez a menos les importa el hecho ineludible de que la lírica y la ficción pueden retroalimentarse más allá de lo evidente: no sólo en los poemas que cuentan historias, no sólo en la prosa preciosista, sino en aspectos más finos que hilvana cuestiones como la forma, el ritmo, el flujo de los pensamientos o los subtextos menos evidentes, más alegóricos.
Si algo me gusta de la poesía de Yanira García es la forma en cómo es capaz de conjuntar el flujo del discurso con el concurso de las imágenes. Expone en el poema y refuerza con la figura. La imagen queda al servicio del discurso, pero, cuando lo considera necesario, toma las riendas, pues sabe que las palabras se quedan cortas ante el mundo y la poesía es un horizonte al que se aspira, no un puerto al que el poema llega. Alcanzar la claridad, vamos, una que ni siquiera las imágenes o el discurso interrumpen. Una claridad siempre emotiva, casi siempre dolorosa, reflexiva y que duda de sí a cada sílaba. Yanira escribe desde el dolor y la duda y yo no podría sentirme más identificado con eso.
Yo también fui hermosa
y florecí vergeles a mi paso,
tendí arrecifes sobre las carreteras
sólo para mostrar mi marcha por el aire.
Me elevé
como un símbolo hermético.
Pude hablar con los meses y sus tropas de nubes.
Platiqué con los pájaros.Fui inmensa y resolví varias fórmulas de humo.
Un soplo mío bastó para labrar los huracanes
y creer que ninguna tormenta se acercaría a nosotros.
Pronuncio la palabra nosotros como un campo
que se llena de abriles.
Articulo cada letra como si fuera un himno.
(Brújula para extraviarse, p. 23)
Y es quizá por eso mismo que enfrentar un libro como 42 kilómetros, me descoloca. Pasé tres meses pensando en cómo acercarme a este poemario, cómo abordar algo más allá del sentimiento que evoca y de lo que ya me era familiar en ella, si yo mismo no tenía en común nada con la idea de una carrera. Quiero decir, cuando leí los poemarios anteriores de Yanira sentía esa conexión, el dolor, el fracaso, la duda, la contemplación, los animales incluso, vaya. Pero, ¿correr?, ¿Cómo hablar de ello?, ¿cómo acercarme?
La primera respuesta me la dio Immanuel Kant, no en sus complejos sistemas filosóficos, que admito no entender, sino el hecho más mundano de que la Crítica de la razón pura se gestó en la mente de Kant durante caminatas.
Algo tiene de cercana y parecida la creación con la contemplación del paisaje. ¿Correr debía parecerse a eso, ¿no?, pero con menos deleite, con más dolor.
La segunda respuesta la inferí de la prosa de Haruki Murakami en su libro De qué hablo cuando hablo de correr. En éste, Murakami relaciona la carrera con una forma de ejercicio de contemplación: “al realizar cualquier acto, por trivial que sea, con el paso de los días acaba por surgir algo similar a una contemplación filosófica”.
Y un poco de eso es lo que logré asir en 42 kilómetros, más allá de los temas que me eran más familiares.
Después dejo que llegue un cuerpo.
Lo observo avanzar en mi tacto:
no tiene origen ni lápida ni tregua.Está en esa otra bóveda que se alza en lo profundo,
dice su nombre para que no lo olvide,
para que me sacuda porque puede llamarse como yo
y me recuerda —raíz en la memoria—
que la hondura tiene su esencia propia
y una voz de temblor sacude al mundo.
(Raíz en la memoria, p. 15)
Forma y estructura
Sin importar los vericuetos que se tomen, las carreras tienden a entenderse como un proceso lineal. En el prólogo de la obra, Óscar Wong sugiere que Yanira eslabona sus metáforas conformando una bitácora vital en versos libres y versos corridos, es decir, en una suerte de párrafos de acentuación cuidadosa que prefiere no llamar prosa poética.
Otros trabajos de Yanira, como el hermoso Raíz en la memoria, exploran a la par de los dolorosos temas la expresión a través del ritmo y la armonía, la percusión exacta, la búsqueda de “la geometría perfecta”; un poco evocando sus días de juventud como baterista de new wave y punk en los años ochenta.
Juré encontrar la geometría perfecta de la música, la pulsación del ácido derramado en las nubes… Pero perdí la cuenta. Nada peor que descompasar la esperanza, que empañar la partitura de la vida y no saber de entradas, salidas, corcheas ni remates. Nada más vergonzoso que fingir que nunca te equivocas, que sigues cada canon cuando ya te extraviaste totalmente y no haces sino poner espinas en tus dedos y reír como si no dolieran. (Raíz en la memoria, p. 42)
Pero en 42 kilómetros el ritmo se manifiesta de un modo distinto. Los acentos se vuelven símiles de los pasos que percuten el suelo de forma constante, pasos que se repiten con precisión para dar una cadencia específica. Y, por ello, el sentido del ritmo marcado por los acentos se aprecia mejor en los poemas en prosa y en los versos largos, que en los poemas más convencionales.
Así 42 kilómetros toma la decisión formal de la prosa rítmica para ejemplificar la carrera, el libro se siente como un solo poema de largo aliento y el avance a través de sus páginas implica también el esfuerzo que el lector debe hacer para recorrer esos 42 kilómetros en 52 poemas.
Corro ahora (después de tanto tiempo) por las calles traslúcidas de la niñez y me veo salir. Soy quien va y quien acecha. Me columpio en los años desde el barandal calcinado de mis ojos. No pregunto a la otra hacia dónde y por qué. Impávida calculo cuántos pasos separan la memoria, cuánto empeño en la sangre para alcanzar a vernos un segundo, sin más propósito que dar una sonrisa y pensar que no hay nadie sobre la tierra más que nosotras dos. (42 kilometros, p. 33)
La obra parece rodear también ciertos núcleos temáticos naturalmente atados al acto de correr: el espacio-tiempo, la circularidad, la referencialidad, la lógica interna, el recorrido, la contemplación, los páramos, los objetos fortuitos.
Estos temas se unen a otros que aparecen asociados a la carrera y la nutren: el sueño, el dolor, la melancolía. Y tiene sentido: si bien estos son los temas específicos de la experiencia de Yanira, otros corredores suelen incorporar sus historias personales a ciertos valores como el esfuerzo, el homenaje o la superación.
A lo largo del libro estos temas se mezclan con ciertos motivos como la relación de la autopista con la vida, la carrera con el tiempo o la meta como la muerte o la inexistencia.
Estructuralmente el poemario avanza de corrido como lo haría una carrera larga, a través de estos temas, a través de una gradación u orden. Otros poemarios suelen abordar estos núcleos temáticos en libros o cantos, en particiones capitulares que permiten la respiración del lector, pero no es éste el caso: 42 kilómetros prefiere recrear la experiencia de la carrera a través de un flujo ininterrumpido en el que lo más parecido a un descanso son los pasajes en prosa.
Quizá no hubiera notado esto de no haber leído yo mismo el libro de corrido. El agotamiento que sentí al final se volvió similar a la culminación de un esfuerzo físico del que sólo queda el dolor mezclado con la satisfacción.
Por eso, si algo pudiera reclamar al poemario, quizá sería que, en algunos poemas, el verso de cierre se siente similar a ese agotamiento no siempre placentero. Imagino que ciertas ideas pueden cerrar el discurso hilvanado en cada poema; sin embargo, algunas de las veces, el verso final desvela un misterio que hasta entonces hábilmente había tejido.
Pese a la distancia ennegrecida debo continuar,
ceder al alba en cada aspiración
y después
evaporarme
ante mis ojos.
(42 kilometros, p. 20)
Por supuesto esto ocurre en pocos poemas; en la mayoría, los versos finales suelen ser, por decirlo rápido, apoteósicos.
Que reverdezca el mundo y pueda ver
la luz con ojos prístinos
y me deslumbre en ella.
(42 kilometros, p. 54)
El recorrido como un acto contemplativo
Murakami menciona también que al correr no piensa en nada serio, que los días que hace frío piensa en el frío, en la tristeza los días que está triste y en la alegría cuando está alegre. Describe sus propios pensamientos como algo parecido a nubes de diversas formas y tamaños, que vienen y se van. Pero el cielo siempre permanece:
“El cielo es algo que, al tiempo que existe, no existe. Algo material y, a la vez, inmaterial. Y a nosotros no nos queda sino aceptar la existencia de ese inmenso recipiente tal cual es e intentar ir asimilándola”.
El recorrido para Yanira es similar, es a la vez algo que nos disgrega y que no nos detenemos a reconstruir o, en todo caso, que reconstruimos sin dejar de avanzar.
Hacia la recta final, el poemario deja de lado las prácticas y se vuelca temáticamente en la carrera. En los poemas avanzan también algunas ideas sueltas como la de dar la vuelta al mundo corriendo; o los páramos y los objetos que parecen desprenderse del paisaje y cobrar vida y carrera propia.
El sueño, el dolor, la melancolía
A Murakami le parecía que correr era “un deporte imposible de practicar si uno no se recitaba mantras a sí mismo”, el dolor es inevitable, el sufrimiento, opcional, nos dice.
En 42 kilómetros, Yanira explora el dolor como algo físico y personal incluso en el desgaste del cuerpo que deja de responder. En sus páginas, la tristeza surge de la dubitación; correr se vuelve una forma voluntaria de experimentar un dolor físico que pueda equipararse con el dolor personal: correr para dejar todo atrás, aun cuando el sentimiento de pérdida permanece, porque la carrera constante no es siempre sinónimo ni garantía de triunfo y el dolor se vuelve un motivo para continuar.
Uno tras otro, los poemas parecen invertir el cliché del dolor “rico”: Yanira se pregunta en qué se convierte el dolor si no edifica, si no templa, si no enseña, si no construye el cuerpo, si se vacía de cualquier discurso de autosuperación. Correr se transmuta en un acto de la nostalgia furiosa que nos queda tras la pérdida y es acaso la voluntad lo único que queda por encima de cualquier autorrealización.
Estas imágenes en torno al esfuerzo y el dolor son lo que queda a modo de cierre. Pero ahí donde falla la racionalización, triunfa el verso: la insistencia en la imagen de sueños distintos que se materializan y se desdoblan en otros.
En mi rodilla viven continentes,
siento su andar telúrico a mi paso
desde que decidió salirse del carril de su cuerpo
y hacer sus propias reglas de agujas y noches afiladas.
Así viajan mis huesos, unos siguen el rumbo
que indican los mapas del sumiso
pero esta rótula rebelde,
enemiga de ligamentos y cartílagos,
va en sentido contrario.
¿Qué hago con un cuerpo que existe
en varias direcciones?
(42 kilometros, p. 24)
Cronotopo, referencia y circularidad
Antes mencionaba que poesía y narrativa comparten ciertos lenguajes en común, pero también es cierto que una y otra son proclives a exponer ciertos temas con menos rodeos. Lo que en narrativa suele requerir complejas consideraciones, la poesía lo maneja con naturalidad, y viceversa.
Una idea recurrente de 42 kilómetros es la caída de los sistemas de referencialidad. Es otro tema que se va gradando: en los primeros poemas asistimos una serie de afirmaciones discretas en torno a la circularidad, al tiempo como algo cíclico y a recorrer el circuito hasta romper el bucle.
Pero, conforme avanza el libro, los poemas se vuelven, cada vez con más claridad, preocupación por el espacio, por la circulación en él, por cómo se ocupa y se abandona, por la ausencia. El espacio en la carrera y en el poema como una forma de espejismo. La declaración de que toda referencialidad —real— se rompe para dar paso a leyes en las que la carrera física se supedita al mundo interior y a sus reglas.
“Mientras corro, simplemente corro”, dice Murakami:
“corro para lograr el vacío. Y también es en el vacío donde se sumergen esos pensamientos esporádicos. Es lógico. Porque en el interior de la mente humana es imposible lograr el vacío absoluto. El espíritu humano no es ni tan fuerte ni tan consistente como para poder albergarlo”.
Una idea similar subyace en 42 kilómetros: correr se vuelve una conjunción de momentos separados en el tiempo, pero unidos por la memoria. Yanira —y nosotros con ella— recorre el camino como se recorre el Cosmos para contemplar el inicio de los tiempos y del tiempo propio. Correr como la representación de un tiempo-espacio en el que éstos se tornan personales fuera de lo real, de lo tangible que se queda pasos atrás.
Lejos de las nubes
puede moverse con facilidad
el árbol.
Abre las velas del follaje
y avanza sin la menor cautela.
El árbol es voluntarioso,
con sus raíces simula,
con otros se intercambia y aparenta estar fijo.
Se ha llegado a burlar de los que lo usan como punto de referencia
en algún mapa.
(42 kilometros, p. 60)
Soñar con una carrera que se vuelve ideal mientras el cuerpo envejecido deja de sujetarse a la física del mundo. Todo ello para llegar a una comprensión allende el dolor o la nostalgia: que finalmente no hay respuesta al enigma de correr, que el espacio y el tiempo terminan corriendo en distintas direcciones de manera simultánea y que lo único que ha tenido lugar es la construcción del vacío.
R. T. G.
Pachuca; septiembre de 2021.
* Una versión simplificada de este texto se leyó originalmente en la presentación editorial de 42 kilómetros, de Yanira García, el 25 de septiembre de 2021, en el marco de la XXI Feria del Libro Infantil y Juvenil del Estado de Hidalgo.
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