[bigletter custom_class=»»]No se llevó nada con ella. Su mitad del armario está repleta de los colores que vestía según la estación y el clima de afuera. Apenas falta un conjunto que solía colgar junto a los trajes de él, un conjunto azul profundo que dividía ambos mundos.[/bigletter]
Se acerca el primer invierno que ella no pasará en casa, él teme del día en que llegue el frío y le obligue a desempacar las maletas donde se guardan los abrigos; sabe que aún conservan su aroma y no cree poder soportar los recuerdos sin su presencia.
A sus setenta y tres años, tiene un empleo de medio tiempo que le da más vida que dinero. Cada tarde, al llegar al restaurante que lo anuncia como pianista, coloca sobre el instrumento una copa de vidrio grueso, transparente, donde poco a poco los comensales se acercan a depositar unas monedas, a veces unos billetes, mientras él no deja de hacer bailar sus manos por la hilera de teclas blancas y negras, y sonríe, siempre sonríe.
Impecable se sienta en el banquillo con un traje oscuro, camisa blanca y corbata azul profundo; unos anteojos enmarcan su rostro agrietado por los años y contrastan con sus canas, todas color plata. Frente a su mirada las partituras, un catálogo de melodías atesoradas con los años, rescatadas del arrumbe hace un par de meses, días después de que ella partiera una noche, sin avisar.
Toca una melodía tras otra, a veces divididas por una decena de aplausos y a veces sólo por el choque de platos y cubiertos y murmullos de sobremesa. Él no pronuncia una sola palabra, pero levanta la vista y sonríe aún más cuando de alguna mesa sale un aplauso particularmente entusiasta. Se le mira feliz mientras el reloj avanza y al terminar sus horas de música, en silencio, se pone de pie, cierra el cuadernillo de hojas gastadas y toma el dinero que guarda, lento y discreto, en sus bolsillos. Respira profundo, es hora de volver a casa.
Cada paso que le acerca a su hogar, compartido durante cinco décadas y ahora sólo para él, le recuerda que al abrir la puerta todo estará en el sitio donde lo dejó al salir. No escuchará el rumor del televisor, ni el correr del agua en la cocina, ni estará el sol entrando por las ventanas y entibiando los sillones para recostarse y hablar del día y del mundo de afuera con ella. Porque ella no está.
Llega a casa y no hay sonido que mate el vacío, los muros conservan el frío que quedó atrapado tras la puerta y las ventanas cerradas por él mismo desde el mediodía. Inmóvil ante su propia vida, gasta el resto de la tarde repasando los últimos días que pasaron juntos; se conmueve al revivir las risas, las llamadas que hacían a sus hijos cuando se animaban a levantar el teléfono, la rutina compartida desde el amanecer y hasta que el sueño los vencía.
Hoy, ella no está. Se fue sin avisar y él encuentra un poco de alegría a la hora de la comida, cuando con el piano acompaña pláticas de café y celebraciones en familia. Sonríe, aunque su vida ya no tenga el brillo de otros días, el que tenían antes de su partida.
Ain’t no sunshine
Autor: Bill Withers
Álbum: Just as I am (1971)