Rovo llegó a Spotify
[Exordio]
Apelar a la impureza.
Ensuciar «artísticamente».
Escribir con el mismo método de aquellos discos a los que los músicos, después de grabarlos impecablemente, suben los delays y los filters en Protools.
Llenarlos de ceniza como los videos de Sigur Rós.
Subir la distorsión de la batería como disco de los Flaming Lips.
Añadir el hiss y el roce de la aguja del tocadiscos para dar a un producto inocuo una ilusión de Lo-fi.
Escribir en retro.
Escribir en monoaural.
Interpretar.
Intercalar la pureza con el ruido.
Repetir una y otra vez hasta que la frase, hasta que música deje te tener sentido… o hasta que lo tenga.
Y hacerlo con dolo.
Con la intención de que esa suciedad, esa simpleza, esas «reflexiones personales» sean publicables.
[Like a Rolling Stones]
Rovo llegó a Spotify y el mundo es un lugar menos oscuro.
En esta época no podemos darnos el lujo de desconocer; y al mismo tiempo, ¿qué nos obliga a conocerlo todo? ¿Para qué llevar en el corazón aquello que no deja una marca indeleble, un sello abrasivo en nuestras vidas insignificantes?
Ritmos y géneros como el math rock, el post-rock, el screamo o el trance nacieron en Occidente, pero alcanzaron la perfección en Japón. Japón es a la música del mundo lo que los Rolling Stones son a la música gringa: no crean nada nuevo, nada original, pero mejoran considerablemente lo que ya existe, lo purifican, lo destilan, a veces tanto que su alma se pierde en el camino, como el jazz o la música orquestal. Pero es uno de los riesgos que se corren con la perfección técnica, con el metrónomo siempre en tempo, con la mímesis.
Compositores como Joe Hisaishi, Nobouo Uematsu, Yoko Kanno, Yasunori Mitsuda, bandas como Mutyumu, Baby Metal, Radwimps, Toconoma, Orquesta de la Luz, e incluso bandas instrumentales como Boredoms, Mono, X, About Tess, Kidney, Té, o desde hace 26 años, Rovo nos dan evidencias duras, durísimas, del poder de la mímesis, del giro asombroso que puede tomar la música ajena en sus manos.
[Pero, ¿quién es Rovo?]
¿Qué es? ¿Por qué me gustó esto en pleno 2008 como para celebrar su tardía inclusión, el año de la pandemia, en un servicio de streaming como Spotify («Puaj», dirán los exquisitos)? Precisamente por ser instrumentales. Hace 12 años estaba en un nivel de succión en el que las rolas cantadas me aburrían. No es cotorreo. Mi vida pasaba por un momento extraño y spooky. Prefería algo que no me hiciera pensar en términos verbales, sino emocionales. Y la música instrumental funcionaba para ese propósito.
El post-rock en mi vida tiene contornos precisos: 2007-2008. El primer disco que escuché fue Lift Your Skinny Fists Like Antennas to Heaven de Goodsped You! Black Emperor, del cual ya he hablado, y el último fue Nuou, de Rovo. En medio de todo eso hay como 10 gigas de discos instrumentales. Ahora mismo los tengo arrumbados en un disco duro y muy probablemente la hueva me impida someterlos siquiera a una purga.
¿Y Rovo de dónde salió? Conocí a la banda en The Sirens Sound, un blog especializado en el género que ahora reseña bandas indie, y me gustó mucho. Yo estaba recién casado y me llamó la atención aquel estilo cercano al krautrock porque tenía un aire feliz que no tenía el resto de la música que escuchaba por entonces. Y era justamente esa alegría lo que necesitaba tras un año de turbulencias emocionales y morales enmarcadas por un compromiso roto, una boda casi secreta y un plot twists personal que preferiría no profundizar aquí. Bien darks el asunto.
El punto es que Rovo llegó a Spotify y escucharlo ahora ya no es el acto prepotente de un mamador promedio, sino una experiencia potencialmente universal. Y eso es algo que celebro. Lo saben. Porque la música, cualquier música, no debe estar en posesión y bajo el culto de unos cuantos, sino al alcance de cualquiera.
[El mugroso contexto]
Rovo es una banda instrumental japonesa fundada en 1996 en Tokio por Seiichi Yamamoto, ex guitarrista de Boredoms, Yuji Katsui, el violinista eléctrico de Bondage Fruit, y el técnico de efectos y sintetizadores Tatsuki Masuko. Jin Harada toca el bajo, y Yasuhiro Yoshigaki y Youichi Okabe, las baterías gemelas y las percusiones djembe.
Esta agrupación define su música como “trance impulsado por humanos”. Muchas de sus composiciones tienen un minimalismo repetitivo, en busca de que los oyentes se diviertan, sin necesidad de estar en un club rindiendo pleitesías al DJ. A su base de trance orgánico vegano suman la mezcla de rock progresivo, psicodelia, space rock, post-rock, post-jazz y krautrock, en un estilo que toma influencias de bandas como Gong, Neu!, Simple Minds, Spaceman 3, Grateful Dead, King Crimson, CAN, Weather Report, Tortoise, Boredoms y el Goa trance de la India.
Firmados en su momento por Sony Music Entertainment, Warner Indies Network y, desde 2006, Worderground Music, Rovo cuenta con doce álbumes de estudio, uno en vivo (Tonic), tres álbumes en colaboración con System 7 y varios sencillos de 12” lanzados entre 1995 y 2001.
[La Torre del Sol]
Su historia se remonta a junio de 1995, cuando, bajo el nombre 太陽の塔 (Taiyō no tō, Torre del Sol, ¡Ay, perro!), se presentaron en la Universidad de Hosei con dos canciones (“Cisco!” y “Vitamin!”) que luego pasarían a formar parte de su repertorio principal. Después de eso, la banda cambió su nombre a Rovo. Debido a elementos como sus baterías gemelas y a tocar junto a DJs, pasaron a volverse una especie de oposición al entonces popular drum & bass de Tokio.
Para 2001, Rovo ya tocaba un trance de improvisación que era parte de las tendencias de ciudades como Tokio, Montreal o Chicago. Este enfoque de ritmo experimental basado en las repeticiones que intercalan partes temáticas y solos audaces, les da un estilo, si no único, sí bastante original.
[El estilo]
Desde sus primeros trabajos, la banda refinó su enfoque frío y estoico del ritmo. Pero, como suelen hacer los músicos japoneses clandestinos, prefirieron tocar furiosamente ahí donde los músicos de post-rock occidental lo harían con discreción puñetera.
Injustamente han sido catalogados como un proyecto paralelo de Boredoms, cuando en realidad son más un proyecto de Yuji Katsui, cuyo violín eléctrico gime en todo momento, aportando líneas melódicas por encima del desmadre que tiene lugar en cualquier momento.
Una de las críticas comunes a Rovo tiene que ver precisamente con las intervenciones de Katsui, por lo general figuras o gemidos prolongados de una sola nota cuyos tonos agudos y estremecedores (culeros, dirían los normies) tienden a ser predecibles; a pesar de que esto no sucede en las partes melódicas, los solos o las improvisaciones que suelen explotar en las partes más climáticas de las composiciones.
[Canciones con nombres de estrellas]
Si bien, no tiene caso analizar toda su discografía, creo pertinente detenerme en cuatro álbumes que condensan su estilo, sus variaciones estilísticas y su evolución. En este sentido tienden a repetir dos estructuras: aquellas que presentan una colección de canciones de misma duración (de unos 11 minutos cada una); y aquellas que intercalan composiciones cortas y largas (de 16 a 23 minutos).
Flage (de 2002) y Ravo (de 2010) pertenecen a la primera variedad.
[Flage y la espiga de la Virgen]
En este disco destacan los tempos rápidos, aun en las canciones más atmosféricas como “Canvas” y “Sukhna”. “Na-x” inicia con calma y se va jazzeando lentamente. “Mov” es un cierre más bien flojo en el que predomina el sintetizador y las percusiones. La estructura de Flage, sin embargo, se asume como la de un álbum de una sola cara sin intenciones de respetar la distribución tradicional de un lado A y uno B. El rompimiento de la simetría es una de las propuestas estilísticas de Rovo, que prefieren jugar con estructuras atípicas.
Flage se divide en tres partes, cuyo corazón se encuentra en las canciones centrales. “Canoa” es un remanso atmosférico de cinco minutos, poco común en la banda, que da paso a “Spica”, canción nombrada en honor a la estrella homónima de Virgo (rasgo común en la banda) que se divide en tres partes también:
Una introducción de dos minutos en la que predominan los sintetizadores; una segunda parte de síncopes en la que brillan las baterías y que introduce el leitmotiv (un tema de seis notas que van y vienen), para dar paso a una sección trance con iteraciones de las baterías, el sintetizador y el violín cediéndose la voz. Y un cierre explosivo en el que los efectos electrónicos acompañados por el violín cierran la composición. Esta canción es tan importante que me hizo ponerle nombre a un poemario y hacer cameos de ella en un cuento y una novela, con tal de no olvidar su virilidad sonora.
[Ravo y las invocaciones demoniacas]
Las canciones de Ravo tienen una disposición similar, pero acá son tres de seis las que brillan por su extrañeza. La primera es “Eclipse”, una pieza emotiva que emula ritmos caribeños como el dub y el reggae. Sin embargo, la canción se afloja un poco luego de la primera mitad, perdiéndose en sus improvisaciones. Algo similar ocurre con “Baal”, una pieza dramática que tributa a los ritmos del Medio Oriente y que recuerda irremediablemente a los niveles desérticos de Super Mario Galaxy.
«Baal” suena como la banda sonora de la invocación a un demonio del Asia menor, desde el ritual de llamado hasta la encarnación. Pero el demonio que aparece frente a nosotros es ni más ni menos que un cyborg. Primero nos espanta con sus rashos láser y luego nos pone a bailar. Mientras, el sintetizador y el violín se entrecruzan entre sí como si disputaran el primer lugar de una carrera de alfombras mágicas. Sin duda son los mejores siete minutos y medio del álbum.
La tercera canción destacada es “Sino+”, una variación de un tema de sus primeros discos. Ésta explora de una manera más o menos calmada una serie de sonidos más “sensibles” en su primera mitad. Después se revela como una pieza bailable, absolutamente techno, en sus últimos siete minutos, mientras el sintetizador y el violín nuevamente se cortejan entre sí.
Condor (de 2006) y Nouo (de 2008) pertenecen a la variedad de álbumes que intercalan canciones cortas y largas.
[Nuou, el rock involuntario]
Éste es quizá el disco más “accesible” y a la vez extraño de la agrupación. Una explosión creativa en la que el trance, el jazz, el rock progresivo y una sensibilidad garage, que no se repite en toda su discografía, montan una fiesta alocada (alocada en un sentido más Virgin que Chad, cabe aclarar), pero que, sin embargo, conserva su estilo y los pone por encima de cualquier composición de su banda hermana Boredoms.
El enloquecido violín eléctrico de Yuji Katsui nos hace recorrer cientos de senderos alegres, melancólicos o abstractos mientras nos conduce a su particular visión del paraíso. Éste es uno de los discos mejor logrados de la banda. Se revela capaz de tocar el mismo pinche acorde una y otra vez durante 70 minutos y aun así nunca aburrirnos.
“Koo” es una composición rocker y ligera protagonizada por los riffs de guitarra y las baterías. “OUO” es una canción alegre que, desde el título, nos remite a las caritas felices de los kaomojis que se popularizarían una década después, primero en la jerga grasosa y luego en las interacciones comunes de las redes; una canción donde las percusiones irán cobrando relevancia a partir de la segunda mitad.
“Melodia” es una pieza más sosegada, centrada en figuras de violín que suena casi acústico, acompañado por percusiones que nos recuerdan la música más melancólica de algunos videojuegos. Y que va aumentando el tono y la saturación para enfatizar el melodramático final. “Agora” es una canción floja que remite al sonido de sus primeros discos.
La pieza más importante sin embargo es “Cado”, una canción de 19 minutos en la que emulamos un viaje por el tiempo y el espacio. Inicia con algunos redobles y atmósferas que estallan en una guitarra wah-wah, seguida por las imágenes futuristas y enloquecidas del violín y el sintetizador. Después nos da un remanso semiacústico, explorando el mismo tema. Finalmente, ofrece 10 minutos de percusiones que emulan ritmos latinos, mientras los demás instrumentos improvisan y aumentan su neurosis.
Personalmente me parece que Nouo es el mejor disco de la banda y uno de los mejores álbumes instrumentales de la década del 2000. Un disco del que debería existir una copia en cada hogar.
[Condor, la apoteosis]
Sin embargo, mi canción favorita no está en ninguno de esos discos, sino en Condor, un álbum conceptual de una sola canción de 54 minutos dividida en tres secciones. Tres tracks que narran, a través de sonidos y atmósferas, la historia de un cóndor (¡Duh!). Incluso su portada se asemeja vagamente al escudo mexicano (es en serio; chequen el laurel y el nopal estilizados en la portada). Estas tres secciones bastan para hacer de éste un disco redondo que transita por sonidos delicados, juguetones y festivos o directamente épicos.
Condor ha pasado a formar parte integral de mi educación sentimental pues es dramático en estado puro. La primera melodía, “Aires”, dura 19 minutos; la segunda, “N’popo”, 12; y la tercera, “Land” (que suena mientras escribo esto), 24 minutos.
[El ave y sus polluelos]
Al escribir esto no puedo evitar que este disco me saque algunas lágrimas, y como no cantan, el mérito es todo de la música. “Aires” fue la primera canción que escuché de Rovo y me dio algo de risa al principio. Hay una parte en la cual el violín toca una serie de notas sospechosamente similares a “Perfidia” (Mu-jeer, si puedes tu con Dios haablaaar...), tal como la versión de Café Tacvba. Y no me sorprendería, dado que ya hay un cóndor y una portada aguileña, que los Rovos hubieran hecho variaciones directamente sobre “Perfidia”. Desde ahí es un clásico.
Sin embargo, no es eso lo importante, sino que después de las variaciones guapachosas, el violín empieza a crecer y a crecer hasta romperte la madre. Para esto ya estamos en el minuto nueve; y la canción repite esta estructura una vez más.
La siguiente rola es la juguetona “N’popo”. Todas las notas que chilla el violín parecen un intento por reproducir no sólo la sonoridad de esa palabra sino también los sonidos de polluelos recién nacidos que esperan su alimento. Más o menos a la mitad entramos a una parte ambiental que se prolonga hasta dos minutos después de empezar el tercer track. Entonces empieza “Land” y sabemos que estamos ante la mejor pieza de esta banda.
“Land”, la canción que cierra el disco, es un himno que repite la misma melodía emotiva una y otra vez, hasta lograr un ritmo frenético y curiosamente esperanzador. Pero empecemos por el principio.
[“Land”, un largo vuelo]
No creo que las palabras sean suficientes para hacer justicia a la grandeza de “Land”; y aún de poder comunicarlo, dudo hacerlos experimentar lo que siento. Esto no lo digo por mamador, sino porque se tuvieron que juntar una serie de circunstancias específicas para que cada vez que la canción aparece en el random de mi tracklist, yo me decida a darle 45 minutos de mi vida, escuchándola no una sino dos veces. Pero intentémoslo:
“Land” parte de un tema simple ejecutado por el violín, que se repite una y otra vez; con la diferencia de que en cada nueva iteración el tempo se acorta y el ritmo se acelera en consecuencia. De modo que la primera vez las notas se alargan casi dos minutos y las últimas apenas unos 40 segundos.
Casi al final de la melodía, la velocidad es tan enloquecida que prácticamente es imposible de seguir. Tiene en su contra el hecho de que es la misma melodía. Y se repite y se repite y se repite cada vez más rápido, con estas variaciones mínimas que podrían aburrir a muchos; a mí no: he fornicado con este disco puesto; le gusta a mi perro y lo baila los sábados; prácticamente me aprendí las rolas cuando empecé a viajar a Ecatepec; fue la primera banda que metí a mi celular cuando lo compré.
Al final de la melodía, en el último esfuerzo de los músicos por lograr una velocidad suicida (porque “Land” también es un prodigio físico «impulsado por humanos»), el sintetizador comienza a hacer un sonido semejante al de una nave espacial (no, idiota, al de un cóndor) que desciende de entre las nubes hacia una vasta planicie en pleno día. Hace frío; sopla el viento en la cara; otras aves vuelan junto a ti, se pueden escuchar todos sus trinos; y planeas lentamente en el cielo a toda velocidad.
El cóndor no aterriza sino en los últimos segundos. Es un eterno mantenerse en ese aterrizaje, contemplando una tierra nueva, llena de promesas. Lo que siga no es importante, hemos sido exiliados en ella y debemos rehacer nuestra vida. Esta melodía, entonces, es lo que debería oírse mientras la esperanza llena nuestro pecho. Es la esperanza misma en la tierra y en uno mismo convertida en música.
R. T. G.
Octubre de 2011 / Febrero de 2021
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