[bigletter custom_class=»»]Necesitaba urgentemente que alguien me dijera que todo iba a estar bien, que algo caído del cielo me dejara saber que pronto la tormenta pasaría, que las nubes se irían, que el vacío no me devoraría. De un momento a otro, de la noche a la mañana, el siguiente mes, cuando fuera… pero pronto.[/bigletter]
Estaba asfixiada entre dos cubículos, entre el zumbido de los reguladores de energía que sostenían la vida de la redacción en temporada de tormentas eléctricas, entre una docena de teléfonos timbrantes de dos a nueve, ring una vez, ring dos veces, ring tres veces hasta que la llamada se transfería al piso de arriba.
Quería salir, correr, huir, sí, pero con la seguridad de poder regresar y tener intacto mi sustento, el único en esa época que, de acuerdo con las estadísticas, era la mejor de mi vida: pasados los veinte pero no cumplidos los veinticinco, cuando ya la escuela es pasado y el futuro no tiene que estar escrito en piedra. Libertad, pues, de hacer o no hacer, de ir o venir, de decidir si parar o continuar. Pero algo no encajaba en ese ideal de juventud, algo parecía no acomodarle a mi historia.
De lunes a domingo, con un receso cada martes, devoraba pantallas salpicadas de letras y tragedias y pocas buenas nuevas; a falta de dinero y tiempo para viajar, conectaba los audífonos y mientras esperaba que los teclados y los teléfonos dejaran de sonar, que las luces fueran apagándose y que la gente se fuera sin decir adiós (poca cosa, porque tampoco decían hola), me quedaba absorta en internet; descubría muy de a poco el infinito de la red para el que no había tenido curiosidad. Pero tenía hambre del mundo, de un cachito de paraíso, de calor en vez de frío y, quizás sí, de lluvia, pero no de la que me hacía llegar empapada y temblando a casa.
Un afortunado clic me llevó a Jason Mraz y los primeros acordes de «I’m yours» me devolvieron el oxígeno que por varios meses parecía racionado para mis pulmones. Una calma inexplicable e inesperada me fue diciendo que no tenía que preocuparme, que la complicación no era parte de ese momento. Por primera vez en mucho tiempo una canción de amor no me hacía llorar porque el amor que había depositado en alguien ya no existía. Por primera vez sentía algo parecido a la esperanza sólo porque sí.
Entonces resolví que era urgente hacer un viaje, sola de ser necesario. Así que empecé a dejar de lado las cervezas de media semana, las de fin de semana, las de inicio de semana, para irme a alguna playa, a volver a empezar aunque fuera dentro de mi cabeza.
En pocos meses junté dinero y me despedí temporalmente de mi lugar de trabajo para no volverme loca. Empaqué un mini reproductor de música prestado, unos audífonos remendados y los ahorros suficientes para viajar por carretera a Oaxaca, conocer algunas playas y comer y beber de manera decorosa.
Era la primera vez que iba de viaje con tanta libertad y con tan poca música conocida, pero viajé, de ida y vuelta con «I’m yours» en los oídos y cada play era como volver a escuchar la canción por vez primera. Algo que no sé explicar me decía que nada podía ir mal si me dejaba sonreírle al espejo y que si las nubes en el cielo no se iban solas, siempre podría caminar unos pasos hacia enfrente o al costado, hacia la dirección que fuera porque el sol siempre estaría brillando, aunque no siempre lo hiciera cerca de casa.
Sandra Santillan
5 años agoQué bonito escribes