Mi tiempo se termina y no puedo evitar que esta nave gire sin control; perdí la cuenta de los días que llevo fuera de mí, fuera del mundo, pero sé que pronto debo volver (debería querer volver).
Desde aquí puedo ver todos los colores del universo que desde allá abajo son invisibles, inimaginables; casi puedo tocar el centro de las estrellas que me es tan familiar porque se mira como el fondo del caleidoscopio que construyó para mí el abuelo cuando era niña, el puente al cielo que me prometió después de verme llorar durante horas porque alguien me dijo que yo jamás sería capaz de ver las estrellas y que nunca llegaría a ellas.
Me tomó demasiado hacer este viaje, descubrir cómo construir el puente que me trajera a este espacio que, ahora sé, esperaba por mí. No sabía por dónde empezar, ya ni siquiera tenía cerca al abuelo, el hombre que durante toda mi infancia y primera juventud me sostuvo en cada caída, justo antes de tocar el piso. El único recuerdo que tenía de mi historia con él era el mágico artefacto que me regaló como prueba y promesa de que las estrellas no sólo existen, sino que yo podía mirarlas muy de cerca y tocarlas cuando yo quisiera. Algo debía significar que ese objeto haya permanecido conmigo a través de mudanzas y desastres internos y externos.
Recordé uno a uno los pasos que dimos el abuelo y yo por toda su casa para recolectar cartones y sobras de objetos brillantes olvidados al fondo de los cajones del estante y del ropero y dentro de cajas llenas de libros de astronomía que él leía todas las noches a la luz de las velas porque, luego supe, la abuela le tenía prohibido “fantasear con cielos que nunca podría ver de cerca”. Ella murió cuando yo era niña, pero él conservó su costumbre de leer en penumbras.
Hace un año, la casa del abuelo fue consumida por el fuego, con él dentro, y en cenizas también quedó la certeza que para mí significaban su compañía y protección. Desde entonces a mí se me fueron las palabras y pasé cada día con el ojo en la mirilla del caleidoscopio, girándolo con mis dos manos.
Todas las noches tuve un sueño, una y otra vez el mismo sueño: en las palmas de mis manos sostenía un destello, miles de pequeños cristales explotaban frente a mis ojos y no me hacían daño, veía arder cada fragmento al tiempo que mutaban los colores: toda la escala cromática en centésimas de segundo. Y calor, mucho calor.
Y de pronto supe lo que debía hacer: construir un puente aún más grande para cumplir yo misma la promesa que la muerte del abuelo me arrebató. Me llevó varios meses reunir la cantidad suficiente de pequeños objetos brillantes que fui encontrando en los cajones de los consultorios de cada psiquiatra al que mi padre me ordenaba visitar porque él no podía hacerse cargo «de una niña que se la pasa en silencio y con los ojos metidos en un tubo de cartón y plástico”.
El resto fue fácil.
A lo lejos escucho una voz que no reconozco del todo; “regresa”, “abre los ojos”, son las palabras que alcanzo a distinguir. Pero yo no quiero despegar los ojos de los colores que ahora me rodean y me sostienen con cuidado. ¿Cómo irme de aquí?, ¿cómo volver al gris de esas cuatro paredes en las que estuve presa durante años?, ¿cómo abandonar la calma que hay en el interior del origen del tiempo?
“Aterriza, regresa, coloca tu nave sobre la tierra; las estrellas estarán siempre para ti y para mí, pero aún no es tiempo de que estés aquí. Abre los ojos en tu mundo y te prometo que un día volverás a caminar por el puente que construimos para llegar hasta este lugar”.
Era él.
Eso bastó para hacerme regresar, y ahora sé que sí puedo tocar las estrellas.
Space oddity
David Bowie