[bigletter custom_class=»»]Un golpe seco interrumpió la pesadilla: una golondrina se estrelló contra mi ventana. Eran las cuatro con cincuenta, dijo el reloj. Asustada, corrí escaleras abajo hasta llegar al jardín sólo para encontrar al ave adolorida, inmóvil; no sabía qué hacer, mis manos parecían todo menos curanderas para un ser aún vivo pero agonizante. Abandonarla no era una opción, decidí levantarla.[/bigletter]
Con toda la delicadeza de la que fui posible –aquella que ha limpiado tantas lágrimas, propias y ajenas, los últimos treinta años- hundí mis dedos largos en el césped para no maltratar más ese par de alas en shock. Muerte no fue lo que presentí al tacto; el pecho se me llenó de una esperanza que tenía meses sin sentir. Los ojos de la golondrina me miraban fijamente, me pedían no hacerle daño en un lenguaje que no sé cómo explicar y que no había ¿sentido? nunca.
No emitía el llanto de un ave herida, no era un trisar solícito de misericordia humana, ¿cómo habría podido imaginar que existe tal cosa si en el reino de las aves los humanos no tenemos voz? Era un calor irradiante de pecho a pecho, telepatía entre especies que habitan el mismo mundo, un mundo que de pronto se voltea de panza y nadie –ni nada- sabe qué está pasando. Instinto. Supervivencia.
El cielo llovía, quizá fue esa la causa del accidente de madrugada. Ya casi amanecía (o al menos eso cuentan que sigue a la oscuridad más profunda), pero mi balcón estaba a ciegas por un foco fundido y esa noche no hubo luna que advirtiera del vidrio grueso del ventanal donde la golondrina truncó su vuelo. ¿Pero no acaso las aves tienen un sistema que les permite ver más allá de sus picos? Tal vez fue víctima de la desgracia de la distracción o el autosabotaje. Tal vez…
Con su pequeño cuerpo entre mis manos húmedas, no pude más que sentarme bajo el marco de la puerta y mirarlo fijamente; acaricié las plumas de sus alas abiertas e impermeables. Vaya consuelo que encontró en mí, que no sé más que rogar en silencio que todo esté bien.
De arriba a abajo se movía su centro, respirando con más calma que yo, con menos angustia que yo, con más vida que yo. Se me nubló la vista al subir la marea dentro de mis ojos y así, como olas que vienen y van, ocupaba unos segundos para intentar devolver el agua a su sitio, pero a un ritmo constante volvía y traía consigo toneladas de arena convertidas lágrimas de temor e impotencia por ignorar cómo salvarle la vida a una golondrina.
Pero el calor seguía allí, marcaba los latidos de mi corazón y puedo asegurar que el de ella latía al mismo ritmo –o más bien el mío al suyo-; y entonces sentí la inmensidad de la vida en unos segundos, sin maniobras de reanimación, sin discursos de motivación –qué son las palabras sino un vano deseo humano por poner el mundo en fonemas porque no logramos entender otro lenguaje-.
En un mensaje en espiral, esa diminuta ave en mis torpes manos me habló en silencio y de pronto no eran ya mis dedos los que acariciaban su plumaje sino su suavidad la que reconfortaba a mi corazón. Me dijo: “Vine hasta ti porque no soportaba sentirte amanecer con tanta tristeza; cada mañana, allí, en la rama del árbol cerca de tu ventana, mi canto se ahogaba por el frío que expulsaba tu pecho. Calma, mi vida no está en riesgo; aunque no fue muy inteligente estrellarme contra el balcón, sabía que de ninguna otra forma podría despertarte de esa pesadilla que te envuelve noche a noche. Escúchame bien: no había nada que pudieras hacer para evitar su muerte. Sí, lo sé todo; sé que te culpas por haber llegado tarde, que te atormentas día y noche porque no pudiste inyectarle aire a sus pulmones y sangre a su corazón, pero ni la curandera más poderosa pudo haber hecho algo por entregarle siquiera unas horas más en este mundo. Así debía suceder”.
Junto a esas palabras sin sonido sentí un abrazo tibio y unas enormes alas me envolvieron y volví a ver y escuchar lo que sucedía afuera, pero la lluvia había desaparecido. ¿Cuánto tiempo pasó? No lo sé. Entre mis manos ya no había rastro de la golondrina, en su lugar acunaban un puñado de pasto y al centro una pequeña pluma tornasol.
Confundida, cerré la puerta y volví arriba; miré el reloj y las manecillas marcaban exactamente la misma hora en que escuché el impacto en mi ventana: cuatro con cincuenta. Afuera comenzaba a llover y un relámpago iluminó el vuelo de una golondrina que despegó desde el árbol de enfrente y que nunca más volvió.
Here comes the sun
The Beatles
Abbey Road (1969)