[bigletter custom_class=»»]Siete con diez, somos los milisegundos en que nuestra mirada se encuentra con ojos desconocidos y el instante antes de evitarlos; momentos que a diario nos invitan a vernos a través de un espejo no pedido. Bajo llave guardamos el deseo de estar cerca, de sentir calor humano por el temor que replican los noticiarios, por incidentes que suceden en las calles y se cuentan en la sobremesa familiar. Nos convertimos en extraños, en cuerpos lejanos, escapistas del contacto que un día fue necesario para sobrevivir.[/bigletter]

Ocho con treinta. Las manecillas del gran reloj no tienen intención de parar su carrera en círculos, sin importar las vidas que estarán en juego al llegar la medianoche. Las nubes se pintan de negro, se alistan para los montones de pasado que tendrán que diluir más tarde ese mismo día, en silencio para no dejar pruebas ni testigos.

Nueve con cinco. Éste ha sido siempre un pueblo tranquilo, en el que poco pasa, en el que pocos se quedan, del que muchos salen y ya nunca vuelven, ni siquiera en su mente, ni para engrosar la fila de los nostálgicos. Hoy no hay luna, las aves se fueron a resguardar a los árboles y el cielo sólo da paso al viento ligero que no alcanza a desplazar las nubes, cada vez más cargadas de lluvia.

Tic-tac, tic-tac, diez con treinta. La plaza se llena de la melodía que dio vida a cientos de generaciones antes de ésta. El desenlace es evidente para los dos únicos pares de ojos atentos en esta historia, es invisible para el resto de los paseantes que caminan de un lado a otro, cabizbajos y meditabundos, resignados a lo inevitable: la lejanía permanente entre cuerpos y entre almas: no más roce, no más caricias, no más piel erizada al contacto con otra.

Once en punto. Del cielo se desprenden relámpagos que capturan instantáneas y las almacenan al ritmo de los pasos cada vez más acelerados de las personas. En medio del silencio, el canto de un grillo aparece y se torna nervioso, intenta advertir que el tiempo se termina, que pronto el reloj se sincronizará con el destino y dará un salto hacia otra dimensión de la que no es posible escapar.

Nadie alrededor sospecha que el reloj es un caballo de Troya y su misión es llevar al olvido a poblaciones que alguna vez tuvieron un brillo especial, que las ondas desprendidas por las campanas han ido destruyendo parte del instinto humano del tacto y que, de permitirle tocar la melodía de medianoche, todo se tornará gris, la piel de los habitantes cambiará su estructura y cada terminación nerviosa será el punto de apoyo de alfileres invisibles que se clavarán al contacto, y donde había placer no habrá más que sufrimiento.

Quince minutos restan para que la gente de este pueblo deje de sentir cada milímetro de su ser, los tejidos que envuelven su cuerpo serán un muro impenetrable para cualquier otro ser humano; reinará la ausencia de calor que, inevitablemente, convertirá en invierno todo y a todos hasta el final de los tiempos. Sólo quedarán leyendas del escalofrío provocado por una piel ajena sobre la propia, historias increíbles de uniones que nacían de un roce al caminar, al estrechar las manos o juntar los cuerpos.

Once cincuenta y cinco. Solamente un abrazo podría detener el caos marcado por el destino. No hay tiempo, ella y él saben que deben tomar el riesgo de fundir sus cuerpos, aun con la posibilidad de desaparecer del centro de la plaza y de este mundo; no lo harán para ser héroes, sino porque quieren seguir viviendo como humanos con cuerpo y piel y sentidos y emociones.

Ella y él se miran a los ojos, tiran al lado sus ropas y se abrazan fuerte, muy fuerte. Una burbuja de calor los envuelve, las nubes pasan del negro al sepia y al rojo intenso; el eco de las campanas resuena cada vez más, el conteo en reversa parece detenerse al cinco-cuatro-tres.

Doce en punto, el badajo da su último golpe y lo hace con furia, mientras el calor generado por los dos cuerpos en el centro de la plaza sube desde el piso y hasta las manecillas del reloj que no avanzan ya. Incrédula, ella lo mira a él, se preguntan si lograron terminar con la maldición de la que fueron portadores, pero sus voces no se escuchan, no hay rastros de sus cuerpos por ningún lado; donde había piel y sus mapas de líneas y lunares, ahora sólo quedan partículas multicolores. Y los transeúntes, sonámbulos, siguen su vida mientras ella y él los miran a lo lejos, en su camino a un nuevo destino.

You’ve got time

Regina Spektor

Sobre el autor /

Mujer, pachuqueña, escritora y correctora de estilo. Dibujo feo pero quiero bonito.

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