[bigletter custom_class=»»]Me ayudaba a adormecer la mente, esa máquina que a ciento ochenta kilómetros por hora me llevaba a los límites de mi laberinto sin salida. Yo sabía que tarde o temprano volcaría, que destrozaría mi Lamborghini contra un ordinario muro de concreto, a pesar de los anuncios de precaución que amaba ignorar.[/bigletter]

Jamás pensé en él como un salvavidas, al contrario: sabía que sería él, su nombre su historia su signo zodiacal, lo que me llevaría a la destrucción, mi propia destrucción. Y así lo deseaba.

Lo conocí una tarde de lluvia, el verano pasado; resaltó ante mis ojos su facha de incendiario, furioso ante lo que se le pusiera enfrente. Desde entonces no supe cómo sacarlo de mi cabeza, porque me miró fijamente y vino a mí, cruzó la calle, decidido, retador, como nadie antes me había desafiado con un solo gesto.

Estaba destinada a ser una historia de amor, yo la pedía desesperadamente mientras bebía todas las noches en lugares que desaparecían un mes después, cuando se quedaban sin clientes ni ganas de tolerar a borrachos como yo.

Sabía que amarlo era la peor idea de mi vida, sólo a mí se me ocurría liarme con un tipo al que no había encontrado en una sola fiesta antes, sin un amigo en común, cuando la ciudad y sus círculos eran tan pequeños, tan entremezclados, tan sin salida.

Debo huir, me dije, pero no lo hice. No quise. Deseaba… necesitaba pisar el acelerador hasta el fondo y hundirme en cada curva de esa espiral. Nadie sobre la Tierra podría haberme convencido de bajar la mirada y dar la vuelta en cuanto mis ojos interceptaron los suyos. La perdición se avecinaba y nada podía entusiasmarme tanto.

No hice más que hundirme en sus ojos, que eran un vacío tan temible como hipnotizador. Es la única forma en que pude explicárselo a mi terapeuta, preocupado por mi falta de juicio y voluntad para dejarlo y seguir adelante, como tanto le gustaba a él decir que era mi deber, mi gran reto, lo único que necesitaba para hacer de mi vida un sitio agradable y pacífico, para buscarme un presente sin montañas rusas, sin vidrios rotos cada fin de semana, sin cicatrices en los brazos que me delataban ante el mundo.

Pero perdí el sentido en cuanto mi piel rozó la suya, olvidé que los días comienzan al salir el sol y no al contrario; mi mundo se redujo a las palabras que le regalaba al llegar a casa y que de vez en cuando sacaba del armario para estrellarlas contra su cara y luego besar los hilos rojos que terminaban por pintar mis propias lágrimas.

No teníamos tiempo para dejar enfriar la lava y, en cambio, nos arrojábamos a ella para volver eterno el calor. Hasta que la cuenta regresiva nos atrapó y entonces lo obligué a saltar del auto en marcha. “¡Si me amas, desaparece!”, le grité.

No volví a saber de él.

La anestesia llegó a mis venas como la luz a través de un caleidoscopio; yo misma clavé la aguja en mi brazo, convencida del futuro que no quería tener si no era a su lado. Con su ausencia recordé que los pies sobre la vía eran míos, que la locomotora que se aproximaba no era más que yo misma, que la falta de voluntad para esquivar el impacto no era más que mía, que la velocidad de ese tren la fijé cuando le sostuve la mirada y le sonreí de regreso bajo la lluvia.

Tears dry on their own

Amy Winehouse

Back to black, 2006

Sobre el autor /

Mujer, pachuqueña, escritora y correctora de estilo. Dibujo feo pero quiero bonito.

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