Hagamos que la música tienda puentes entre nosotros

 

[The End of the World (cover) – Los Straitjackets]

 

A Julieta, in memoriam

 

El rock ha muerto, ¿podríamos de una vez pasar a lo que sigue? Lo más probable es que no.

Mi madre ha muerto también. El 21 de febrero mi primer libro cumplió cinco años, Grimes lanzó Miss Anthropocene, el disco que más esperaba este 2020, y también enterramos a mi madre. Un fin de semana de mierda, si me lo preguntan, que apunta a un mes, a un año de mierda que se acumulará formando montículos.

Ok, vuelvo a empezar: siendo justo, el rock no ha muerto, no del todo, se resiste; pero sí ha muerto, creo, el modo en que lo entendíamos y, con ello, el modo en que lo vivimos: uno que nos hacía mirar con desdén a los que no lo escuchaban.

* * *

Esta columna también se escucha. Indisciplina Podcast. Síguela en Anchor y Spotify:

* * *

 

[What Sarah Said – Death Cab for Cutie]

 

El rock no es un morrito de once años bailando como Michael Jackson o cantando rolas de Queen. No es una rusa de pechos grandes tocando «Paranoid» de Black Sabbath en el piano y definitivamente no es un boomer que le añade un “Qué poca madre” al cover guango de «El final» de Rostros Ocultos que escucha en su bar karaoke de chavorrucos.

Por desgracia tampoco está vivo en lo que hacemos nosotros, los “rockers”. El rock fue durante décadas música rebelde, desde Elvis hasta, no sé, Nirvana o lo que quieran. ¿Saben lo que es rebelde en nuestra época? Ajá, eso que están pensando: el reggaetón, el urbano, el trap, toda esa música que no soportamos. No las sesiones solemnes escuchando a los Arctic Monkeys o a Tame Impala con los audífonos puestos en nuestra sala o en el transporte (o lo que sea que hagamos cuando escuchamos música que, para el caso, vale madre).

Entonces el rock no ha muerto, (pero sí [pero no {pero sí}]). Mas ya no podemos o, más bien, no deberíamos tener la misma actitud esnob de mierda ante el resto de la música como sí la teníamos impunemente hace 20 años.

 

[Broken Heart – Spiritualized]

 

Durante mi adolescencia y parte de mi juventud mantuve esa actitud de mierda hacia la música de los demás, es decir, hacia los demás a secas, todo gracias a lo que yo mismo escuchaba. Me sentía tan chingón, tan único, tan detergente que ahora mismo, en retrospectiva, me da algo de pena y algo de hueva.

Parte de la culpa la tuvo una revista, una que me educó para ser ese pedazo de mamón que despreciaba a Luis Miguel, a Chayanne, a La Sonora de Margarita y a toda la música que escuchaban otros, mi madre, por ejemplo. Esa revista era La Mosca. No me malinterpreten, amaba a La Mosca, aún me parece que se atrevió a presentar un tipo de periodismo musical único que no solo era original sino hasta necesario en plenos años noventa, cuando Mtv, nuestro referente musical, empezaba a sucumbir ante N’Sync, Christina Aguilera y los realitys.

Pero así como nos creímos esa doctrina de amor a la buena música, también nos hizo un chingo de daño esa póstula que nos dejó, ese tufillo mamador que no nos iba a servir para nada en el cambio de milenio. Parte de su visión del rock me causaba gracia pero, mientras, el mundo evolucionó.

En plena década del 2000 la revista quiso mantener su discurso elitista de la música. No supo entender que la época en que la música podía medirse con esa vara de trascendencia técnica o virtuosa estaba muriendo. No entendió tampoco que lo que felizmente llamábamos música intrascendente siguió teniendo escuchas 20, 30 o 40 años después. No entendió, vamos, que la historia tiró para otro lado, éste mismo en el que ahora estamos, para bien o para mal.

 

[Spanish Sahara – Foals]

 

Claro, la historia se repite y siempre surge nueva música, chingona, virtuosa, artística, Sigur Rós, Arcade Fire, Interpol, Foals, Grimes, Hello Seahorse, El Columpio Asesino. Y junto con ella reaparecen también los imbéciles.

El punto aquí es que la música que antes entendíamos como rock se ha transformado en estos 20 años, ha cambiado sus etiquetas, sus instrumentos, hasta sus actitudes. Las disqueras perdieron poder y ahora se conforman con la rapiña, pregúntenle a los youtubers si no. El álbum como propuesta artística se ha diluido y, lo que me parece más importante, la oferta musical y su difusión a través de internet se ha vuelto tan amplia y diversa que no es posible ya delimitar un canon pues éste necesariamente estará sesgado, bien sea por lo mercantil, bien por lo arbitrario.

Pongo un ejemplo rápido: hasta este punto del texto he mencionado a 20 bandas o artistas con cierto estatus. ¿A cuántos han escuchado?, ¿a cuántos valoran como propuestas artísticas?, ¿con cuáles coinciden?, ¿con cuáles otros me consideran un idiota?, ¿cuántos y cuáles me faltaron? Evidentemente todo cuanto valoro tiene un sesgo, de gusto y de alcance. Y eso está bien. Cada cabeza es un mundo, pero uno pequeño, apenas un microcosmos. Y, claro, yo soy solo un pinche gato, pero les aseguro que a los críticos de verdad les pasa exactamente lo mismo.

 

[My Eyes – Travis]

 

¿Cómo conciliar entonces el deseo de que nuestra experiencia con la música que escuchamos siga siendo sublime, trascendente, significativa, artística, pero sin banalizar al resto con nuestras pretensiones? Lo más probable es que no podamos. Las canciones nos eligen casi tan a menudo como nosotros a ellas. Quizá solo baste con dejarnos llevar.

El rock, el pop, el post rock, la electrónica, el post punk, el surf y el blues, entre otros, me han acompañado durante los últimos años configurando una experiencia y una actitud únicas ante la música. Pero el asunto está en que no sólo he sido acompañado por “mi” música, sino por la de otros. Mis hermanas, por ejemplo, que escuchan a Flight of the Concordes o a Led Zepellin, mi esposa que es fan de La Oreja de Van Gogh, o todas y cada una de las salsas y cumbiones que mi madre cantaba en las fiestas.

Mi madre solía asociarme con cierta música también, Zurdok y Radiohead y Flaming Lips. Escuchaba el Ok Computer, por ejemplo, y ya sabía, porque las madres saben, que me estaba llevando la chingada. Pero los últimos años los pasé tan metido en mi música que perdí contacto con ella en ese sentido; vale, en otros no, porque platicábamos de literatura y nos entendíamos, sin embargo su música y la mía se volvieron ajenas.

 

[Yo sé que volverás – Luis Mirrey]

 

Ahora mismo he colocado aquí y allá algunas canciones que me hubiera gustado que escuchara, canciones que ya no escuchará. «My eyes», de Travis es la bienvenida que Francis Healy le da a su hijo; es la canción que Alejandra y yo pretendemos cantar algún día a los nuestros. «Spanish Sahara» de Foals representa no sólo mi fe en que el rock aún tiene algo que decir, sino que expresa mi vacío y furia ahora mismo, quizá mejor que estas palabras. «Yo sé que volverás» de Luis Miguel es una canción que le gustaba; no se me ocurrió a mí, sino a un primo; la usó para musicalizar un montaje de fotos en las que ella aparece actuando, cantando y de fiesta eterna con la familia, con mis hermanas, conmigo.

Y a mí me da algo de envidia; así de ajenos en la música éramos al final, así de desconectados; pero también me alegra que mi primo haya tendido ese puente entre ella y yo, porque sé que le hubiera gustado y porque no volveré a escuchar esa canción sin pensar en ella, porque su letra me ha herrado en la piel ese deseo.

Mi madre no podrá escuchar ninguna de esas canciones ya, ni podrá leer esto, ni nada de lo que escriba, carajo. El pinche mundo es un lugar vacío y nadie se da cuenta. Pero ustedes sí. Hagamos que la música tienda puentes entre nosotros en vez de separarnos.

 

R.T.G.

Sobre el autor /

escritor | melómano | locutor | teórico de la industria del ocio | editor @espejohumeanter | columnista @melomano.media | autor de Cuentos de bajo presupuesto y Rabia | ikari

13 comentarios

Deja tu comentario

Your email address will not be published.